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EL VERDADERO TRABAJO

Imaginemos por un momento que de pronto, un día, descubrimos que no tenemos ninguna obligación. No tenemos que hacer nada si no queremos, no tenemos ninguna responsabilidad. Nada por lo que preocuparnos, ninguna tarea que debamos realizar, excepto una: descubrir quiénes somos en realidad. Imaginemos que un día, sin saber por qué, nos damos cuenta de que sólo hemos nacido para trascender el mundo de las formas y descubrir que siempre fuimos lo que subyace a ellas.

Nuestro trabajo, entonces, consistiría en estar continuamente cuestionándonos qué es real y qué es apariencia o, dicho de otra manera, qué es superficial y qué es profundo, o bien qué es temporal y qué es eterno. Y «continuamente» quiere decir en cada momento, en cada situación, sin importar lo que se estuviera viviendo.

Poca importancia tendrían entonces los parámetros en los que se enmarcara nuestra situación personal, poco nos entretendríamos en modificarlos. De hecho, seguramente nos despreocuparíamos de ellos casi por completo, puesto que la única condición para realizar nuestro supuesto verdadero trabajo sería, simplemente, estar vivos.

Nuestra lucidez, nuestra sabiduría, iría creciendo progresivamente a medida que fuéramos consecuentes con el descubrimiento de nuestra verdadera finalidad. Lo superficial iría quedando paulatinamente a un lado, dejando de tener importancia, y nuestra atención se iría centrando cada vez más en lo profundo. Iríamos descubriendo un mundo sutil, más allá de las formas, donde viviríamos la dicha sencilla, la seguridad y la lucidez de forma inmediata, sin esperar a que se diera ninguna circunstancia concreta.

A medida que nos fuéramos asentando en lo profundo, iríamos comprendiendo que nuestra vida, la vida a la que estamos acostumbrados, no es la auténtica vida. Empezaríamos a distinguir una calidad de vida de un nivel superior al que conocemos ahora.

Veríamos que el enfoque vital tenido hasta ahora sólo nos ha permitido obtener unos pocos momentos de «felicidad» que han durado un suspiro, y que la mayor parte del tiempo nos la hemos pasado planificando, soñando o esforzándonos mucho por objetivos que nunca nos han llenado y que siempre nos han acabado dejando un amargo sabor de boca: el sabor de la desilusión.

Imaginemos que fue esta misma desilusión la que, hartos ya de no conseguir más que frustración, nos hizo tirar la toalla, olvidarnos de nuestra inútil estrategia y acelerar el proceso que culminó en ese fantástico descubrimiento de cuál es nuestro verdadero trabajo. Y así, cada vez más, cada instante, cada momento, cada experiencia, serían realmente vividos.

No nos perderíamos en los entresijos del pensamiento que no para de crear problemas e investigar soluciones, que a su vez crean nuevos problemas, y así hasta el infinito. Esa máquina de crear problemas que es el pensamiento dejaría de usarse para «solucionar» la vida. Descubriríamos que la vida no necesita ser solucionada, sino vivida.

Podemos actuar ya como si hubiéramos despertado a esa nueva visión de la vida. Si empezamos ya a intuir que la vida auténtica tiene relación con ser consciente de lo sutil, con estar presente aquí y ahora, con restarle importancia a lo superficial y aprender a darle valor a lo profundo, entonces podemos empezar desde ahora mismo a especializarnos en vivir la vida. Es simple, sólo se trata de ser conscientes, momento a momento. Ver lo superficial y ver lo profundo del momento. Nada más.

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