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El Verdadero Poder
27 marzo, 2019
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Cuando un ego es traspasado

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Cuando un ego es traspasado

Es posible que a veces esta persona que creo ser, este mecanismo cuerpo-mente, sea importunada, molestada o fastidiada por otra persona. Y es posible que, a veces, ello suceda de una forma que supere los límites de lo permisible por este mecanismo. Así pues, cuando un ego ha traspasado la barrera de lo tolerable, me pueden suceder varias cosas.

 

 

Puedo amortiguar las emociones, reprimir los impulsos y dar salida mental a todo ello maldiciendo (para mis adentros o verbalmente hacia el exterior). Simplemente, puedo tratar de huir de la situación (mental o físicamente). O también puedo elaborar y adoptar un papel de ser bueno y comprensivo (internamente o expresándolo de forma verbal), es decir, razonar para perdonar. Y yo no sé si eso es bueno o malo, mejor o peor. Solo sé que es algo que me ha venido sucediendo.

 

 

Y ahora me sucede otro tipo de reacción, que para mí es mucho más genuina y, desde luego, liberadora. Ante un caso así, si no reprimo, sale el temperamento, el genio. Pero no diría que surge el mal genio, sino más bien que se produce una apertura natural a la energía de la vida, a la fuerza combativa de la especie, del homo sapiens.

 

 

Pondré un ejemplo:

Imaginemos a un hombre pacífico X que está sentado, tranquilamente y en paz, en un banco leyendo el periódico. Después, llega un hombre perturbador Y caminando desde lo lejos y se sienta a su lado. De pronto, Y le arrebata el periódico a X y comienza a leerlo. X le pide educadamente explicaciones a Y, pero este, lejos de devolverle el periódico, comienza a insultar a X. Este reacciona con asombro, pero trata de apaciguar de forma pacífica a Y y, sin ni siquiera pedirle que devuelva el periódico, se marcha a otro banco más alejado. Al cabo de unos instantes, X vuelve a estar sentado y en paz en un banco e Y ojea el periódico en el banco original. Entonces Y, que parece haber acabado de informarse, enrolla el periódico y se vuelve a dirigir hacia X, situándose de pie frente a él. Comienza a increparle de nuevo y, después de varios insultos más, quién sabe por qué (aunque algún porqué habrá y necesitaría otra historia), empuña el periódico enrollado y le da un pequeño golpe en la cabeza a X. Este, que no da crédito a lo que está sucediendo, le dice que por favor no vuelva a hacerlo. Pero Y le da otro golpe con el periódico un poco más fuerte. X trata de razonar y sosegar la situación, pero únicamente recibe golpes cada vez más fuertes. Y así sucesivamente hasta que, en un momento crítico, desaparecen la paciencia y el mecanismo conciliador de X, de forma que este se levanta enérgicamente y le da una tremenda patada en los genitales a Y, que repentinamente cae al suelo profiriendo gemidos y alaridos por su incomparable padecimiento (los hombres entenderán mejor este último suceso). Fin.

 

 

Se podrían comentar varias cosas de esta historia, pero lo que pretendo transmitir ahora es que, si este yo fuera X, no tendría absolutamente ningún tipo de remordimiento ni ninguna culpa. Habría sucedido algo natural. La inteligencia, el amor y la energía de la vida habrían actuado perfectamente.

 

 

Recuerdo una historia que me contó un amigo. Había ido con su pareja a un safari y divisó a lo lejos, tras una valla, un majestuoso león que descansaba en absoluta calma. Él siente fascinación por los animales, especialmente por el rey de las bestias, así que quiso acercarse para verlo. Para ello, incumplió algunas normas y avisos (entre otros, los de su inteligente y prudente pareja), y se aventuró llegando a situarse al borde de la valla, más allá de la cual, a unos tres o cuatro metros, se encontraba el león, sentado aún tranquilamente y dándole la espalda. Entonces, mi amigo quiso llamar la atención del animal, para verlo de frente. Primero lo llamó de forma suave, pero como el león no le hacía caso, le gritó. Entonces, súbitamente, el león se dio la vuelta y se lanzó en dirección a él, y en un instante se situó ante mi temerario amigo, a escaso medio metro y con solo una valla bastante endeble interponiéndose entre ambos. Todo ello, al mismo tiempo que el león abría su inmensa boca con grandes colmillos y emitía un atronador rugido desde las profundidades de la vida misma, lo cual dejó a mi amigo blanco y casi muerto del susto.

 

 

Parece ser que el león podría haber roto la valla de un zarpazo y haberse dado un banquete matinal con mi amigo, pero no: solo le rugió, solo le advirtió. La vida le había dado un aviso. No te saltes las reglas. No juegues con el león. El león aquí es el rey. No juegues con el rey. Dios es el rey, no el ego. No juegues con fuego. La realidad le corta siempre la cabeza a la ilusión. No juegues con fuego…

 

 

Y hoy me viene sucediendo algo así. Otrora me había pasado algo parecido, pero yo entonces hacía el papel de mi amigo poco oportuno. Pero hoy no. Hoy fui el león. Y me sentí bien. Y vi que las situaciones quedaban totalmente resueltas, perdonadas, liquidadas. Hoy fui un león.

 

 

Y vengo experimentando ese potencial,

ese inmenso caudal

de fuerza inmemorial

noble y natural,

que hay dentro del animal.

Que descansa activa,

serena pero viva,

dispuesta a usarse si es necesario,

al servicio de la vida…

 

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